Detrás
de todo enfado hay algún grado de frustración. Nos irritamos porque nos
sentimos incapaces de controlar alguna situación, e incluso a alguna persona.
Eso es claro.
Como
también lo es que todos, absolutamente todos, de vez en cuando tenemos ratos de
mal humor. Pequeñas explosiones de carácter pueden ser muy saludables cuando
las origina una causa razonable.
Pero
¿Qué pasa cuando el enfado no cesa? ¿Cuándo permanecemos casi todo el tiempo
con el ceño fruncido, los ojos entreabiertos y a la caza de alguna pelea? ¿Será
que pertenecemos a ese grupo de “gruñones por naturaleza”, o hay algo más ahí?
La
respuesta es una sola: detrás de un enfado frecuente hay más que una
frustración pasajera; lo que se esconde es una depresión encubierta.
El
enfado crónico
En
ocasiones el mal humor no es asunto de un rato, sino que se extiende por
semanas, meses o años. A veces lo inusual no es que tengamos esos incendios
repentinos en nuestro carácter, sino la serenidad. El enfado se va convirtiendo
en nuestra manera “normal” de ser ante la vida. Todo nos molesta; nos volvemos
intratables y salirnos de quicio es la nota predominante.
En
este caso el enfado no está dirigido contra una persona o una situación en
particular. Simplemente se siente todo el tiempo y se experimenta como
intolerancia, fastidio, hastío.
A
su vez, se expresa por medio de las actitudes clásicas: gritar, permanecer
inquieto y tenso, y tener siempre a mano un comentario de auto-descalificación
o de crítica para los demás. Físicamente se manifiesta a través del ceño
fruncido permanente, problemas digestivos y, muy probablemente, dificultades
para dormir adecuadamente.
Si
ese es tu caso, lo más probable es que no estés enojado con el mundo: en
realidad, estás enojado contigo mismo.
Las
razones que te han impulsado a enemistarte internamente con lo que eres,
seguramente tienen que ver con los modelos mentales que manejas
inconscientemente. Hay unos parámetros que has elegido para evaluarte, sin
tener muy claro por qué, y que solo están sirviendo para reprobarte una y otra
vez. También hay experiencias no resueltas en tu pasado. Por eso te enojas,
pero no lo sabes.
El
fuego y la llama
No
es del caso entrar a analizar aquí todas las posibles razones por las cuales
has decidido convertirte en uno de tus peores enemigos. Están en lo profundo de
tu mente, en lo más remoto de tu historia. Pero lo que sí se puede esbozar es
al menos una pregunta por qué tan válidas son las razones que te llevan a
mantenerte enojado.
Olvídate
de los demás, porque nunca se van a comportar exactamente como tú quieres o
piensas que deben comportarse. Los otros son solamente una excusa que has
utilizado para poder expresar tu enfado. No son sus fallas, ni la crisis
económica, ni la tensión bélica en Corea lo que te ponen irritable.
Simplemente
tienes una idea del “deber ser” en la vida y no logras ajustarte a él. Eso te
hace sentir terriblemente mal; no solamente te juzgas severamente, sino que
también te culpas y te atormentas. Paradójicamente, tu gigantesco ego no te
deja ni comprenderte, ni perdonarte.
La
ira es como un fuego interno que arde. Un elemento capaz de dar calor o de
arrasar lo que encuentre a su paso. Esa ira indefinida es también una fuerza
interna de la que no has logrado apropiarte. Puede ser el motor de grandes
acciones, pero también la brasa donde se consuman los mejores momentos de tu
vida.
Hay
un asunto que está pendiente contigo mismo, no con los demás. Debes resolverlo
y probablemente necesitarás ayuda para ello. ¿Qué esperas?
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