Una bonita casa en la playa? Matthieu Ricard prefiere el monasterio
apartado de toda civilización donde vive, en las montañas de Nepal. ¿Una cuenta
bancaria boyante?
Ha entregado todo el dinero de las ventas de sus libros a la caridad. ¿Quizá
un matrimonio bien avenido o una excitante vida sexual?
Tampoco: a los 30 años decidió acogerse al celibato y dice cumplirlo sin
descuidos. En realidad, Matthieu Ricard carece de todas las cosas que los demás
perseguimos con el convencimiento de que nos harán un poco más felices. Y sin
embargo, este francés de 61 años, biólogo molecular hasta que decidió dejarlo
todo y seguir el camino de Buda, es más feliz que usted y yo. Mucho más feliz.
El más feliz.
Científicos de la Universidad de Wisconsin llevan años estudiando el
cerebro del asesor personal del Dalai Lama dentro de un proyecto en el que la
cabeza de Ricard ha sido sometida a constantes resonancias magnéticas
nucleares, en sesiones de hasta tres horas de duración. Su cerebro fue
conectado a 256 sensores para detectar su nivel de estrés, irritabilidad,
enfado, placer, satisfacción y así con decenas de sensaciones diferentes.
Los resultados fueron comparados con los obtenidos en cientos de
voluntarios cuya felicidad fue clasificada en niveles que iban del 0.3 (muy
infeliz) a -0.3 (muy feliz). Matthieu Ricard logró -0.45, desbordando los
límites previstos en el estudio, superando todos los registros anteriores y
ganándose un título –«el hombre más feliz de la tierra»– que él mismo no
termina de aceptar. ¿Está también la modestia ligada a la felicidad? El monje
prefiere limitarse a resaltar que efectivamente la cantidad de «emociones
positivas» que produce su cerebro está «muy lejos de los parámetros normales».
El problema de aceptar que Ricard es el hombre más contento y satisfecho
del mundo es que nos deja a la mayoría en el lado equivocado de la vida. Si un
monje que pasa la mayor parte de su tiempo en la contemplación y que carece de
bienes materiales es capaz de alcanzar la dicha absoluta, ¿no nos estaremos
equivocando quienes seguimos centrando nuestros esfuerzos en un trabajo mejor,
un coche más grande o una pareja más estupenda?
Los trabajos sobre la felicidad del profesor Richard J. Davidson, del
Laboratorio de Neurociencia Afectiva de la Universidad de Wisconsin, se basan
en el descubrimiento de que la mente es un órgano en constante evolución y, por
lo tanto, moldeable. «La plasticidad de la mente», en palabras del científico
estadounidense, cuyo estudio es el quinto más consultado por la comunidad
investigadora internacional.
Los científicos han logrado probar que la corteza cerebral izquierda
concentra las sensaciones placenteras, mientras el lado derecho recoge aquellas
que motivan depresión, ansiedad o miedo. «La relación entre el córtex izquierdo
y el derecho del cerebro puede ser medida y la relación entre ambas sirve para
representar el temperamento de una persona», asegura Ricard, que durante sus
resonancias magnéticas mostró una actividad inusual en su lado izquierdo.
Los neurocientíficos americanos no creen que sea casualidad que durante
los estudios llevados a cabo por Davidson los mayores registros de felicidad
fueran detectados siempre en monjes budistas que practican la meditación
diariamente. Ricard lo explica en la capacidad de los religiosos de explotar
esa «plasticidad cerebral» para alejar los pensamientos negativos y
concentrarse sólo en los positivos. La idea detrás de ese concepto es que la
felicidad es algo que se puede aprender, desarrollar, entrenar, mantener en
forma y, lo que es más improbable, alcanzar definitivamente y sin condiciones.
Éxtasis mental. Lograr el objetivo de la dicha no es fácil. Ricard ha
escrito una decena de libros –estos días combina sus retiros espirituales con
la promoción de su obra Happiness en el mundo anglosajón– y cientos de
artículos tratando de mostrar el camino y, aunque la mayoría de sus obras se
han convertido en éxitos editoriales, el propio autor descarta que su lectura
garantice el éxito. Al igual que un logro en atletismo o en la vida laboral, el
cambio sólo es posible con esfuerzo y tenacidad, pero Ricard asegura que todo
habrá merecido la pena una vez se alcanza el estado de éxtasis mental que
logran los elegidos. En su Defensa de la felicidad (Urano), la traducción de su
último libro publicado en España, el monje explica cómo nuestra vida puede ser
transformada incluso a través de variaciones mínimas en la manera en que
manejamos nuestros pensamientos y «percibimos el mundo que nos rodea».
Es un viaje hacia el interior de uno mismo que Matthieu Ricard recorrió
contra todo pronóstico. Nacido en París en 1946, el «monje feliz», como se le
conoce en todo el mundo, creció en un ambiente ilustrado. Su padre,
Jean-François Revel, fue un reconocido escritor, filósofo y miembro de la
Academia Francesa que reúne a la elite intelectual del país galo. Su madre
dedicó gran parte de su vida profesional a la pintura surrealista y tuvo un
gran éxito antes de convertirse también ella en monja budista. Ricard vivió en
su juventud los excesos propios del París de los años 60 y tras terminar sus
estudios de secundaria se decidió por las ciencias. Hizo su doctorado en
genética celular en el Instituto Pasteur de París y trabajó con el premio Nobel
de medicina François Jacob. Parecía destinado a convertirse en uno de los
grandes investigadores del campo de la biología cuando le dio a su padre el
disgusto de su vida.
El estudio de textos budistas desencadenó una llamada espiritual que le
llevó a dejarlo todo. Decidió que el laboratorio no era lo suyo y partió hacia
el Himalaya para hacerse discípulo de Kangyur Rinpoche, un histórico maestro
tibetano de la tradición Nyingma, la más ancestral escuela del budismo. Era
1972 y las próximas tres décadas de este francés de carácter suave y cultura
exquisita –el único europeo que lee, habla y traduce el tibetano clásico– iban
a ser dignas del mejor guión de una película.
Tras estudiar con los grandes maestros del budismo, pasar meses en
retiros y recorrer los pueblos del Himalaya, conoció al Dalai Lama y en 1989 se
convirtió en uno de sus principales asesores y en su traductor al francés. Su
posición como mano derecha del Señor de la Compasión le ha convertido en la
figura budista occidental más influyente del mundo y llevaron al gobierno
francés a concederle la Orden Nacional Francesa.
La vida elegida por Ricard le enfrentó a los ideales en los que se había
formado y al ateísmo de su padre. Ambos decidieron discutir sus diferencias en
El monje y el fisólofo, un diálogo que sólo en Francia vendió 500.000 copias y
en el que la búsqueda de la felicidad está presente en cada capítulo. «Tenía
muchas esperanzas en su futuro profesional y me parecía una lástima que
abandonara [su carrera científica]. Después me di cuenta de que había
transferido su espíritu científico al estudio del budismo», decía el padre
antes de morir, una vez hubo aceptado la elección de Matthieu.
La idea de Ricard de ofrecerse para los estudios de la mente que llevaba
a cabo la Universidad de Wisconsin estuvo influenciada por el propio Dalai
Lama, que durante años ha colaborado con científicos occidentales, facilitando
el análisis cerebral de los monjes y su capacidad de aislar la mente durante
las sesiones de meditación. Uno de los aspectos que más ha fascinado a los
investigadores es la capacidad de los monjes de suprimir sentimientos que hasta
ahora creíamos inevitables en la condición humana: el enfado, el odio o la
avaricia. El estudio de sus cerebros demuestra una capacidad extraordinaria
para controlar sus impulsos basados en el principio de que Buda no prometió a
sus seguidores la salvación en el cielo, sólo el final de sus sufrimientos en
la tierra si lograban controlar sus deseos. Para muchos ese ha sido uno de los
puntos flacos del budismo: la limitación de las ambiciones personales y la
pasividad.
Ricard suele acudir a una anécdota del Dalai Lama para negar que el
control de los impulsos negativos sea igual a pasividad o falta de respuesta,
por ejemplo ante un crimen o un genocidio. «Alguien le preguntó en una ocasión
al Dalai Lama qué haría si alguien entra en una habitación para matar a todos
los presentes. Su respuesta irónica fue: «Empezaría por dispararle a las
piernas. Y si eso no funciona, apuntaría a la cabeza».
Ricard cree que el problema es que nuestros sentimientos negativos hacia
otras personas no están a menudo justificados, sino que los hemos creado
nosotros en nuestra mente de forma artificial como respuesta a nuestras propias
frustraciones. Y ése es uno de los impulsos que el monje francés piensa que hay
que aprender a controlar si se quiere ser feliz. Para el escritor, la felicidad
es «un tesoro escondido en lo más profundo de cada persona». Atraparla es
cuestión de práctica y fuerza de voluntad, no de bienes materiales, poder o
belleza. Los que llegan al final del viaje y logran la serenidad que lleva a la
dicha, asegura Ricard, sienten lo mismo que «un pájaro cuando es liberado de su
jaula».
Satisfacción filipina. Tampoco es necesario leer a este hijo adoptivo de
Buda o retirarse a un templo en el Himalaya para comprobar que el «dinero no da
la felicidad». Los habitantes de las barriadas pobres de Manila se muestran, a
pesar de sus dificultades, aparentemente más contentos que los tiburones
financieros de la vecina y multimillonaria Hong Kong. Cada vez que se hace una
encuesta sobre felicidad global, los filipinos aparecen entre los pueblos más
satisfechos. Ni la pobreza ni el hecho de que su país haya sido declarado el
«lugar del mundo más afectado por los desastres naturales» por el Centro para
la Investigación y Epidemiología de Desastres parecen afectar su visión
positiva de la vida. Su intensa vida social y familiar compensa penurias privaciones.
Los honkoneses, con una renta per cápita 20 veces mayor, aparecen
sistemáticamente en los últimos lugares en los mismos sondeos de felicidad. La
presión consumista, el estrés y el deterioro de las relaciones sociales figuran
entre las causas de insatisfacción más citadas por los ciudadanos. Todo el
desarrollo y el dinero del mundo no han logrado levantar el ánimo de la Nueva
York de Asia.
Matthieu Ricard ve en resultados como éste la prueba de que cualquiera,
no importa las desgracias que haya vivido, puede alcanzar la felicidad si
cambia el chip mental que a menudo nos hace detenernos en los aspectos
negativos de la existencia. Incluso la pérdida de los seres queridos puede
sobrellevarse con relativa facilidad si se afronta la muerte desde una perspectiva
nueva, menos centrada en su dramatismo. «Mi padre murió el año pasado a los 82
años. Como dependía tanto de su brillantez intelectual, cuando se vio limitado
se desanimó», asegura el monje, para quien la muerte de quienes nos rodean debe
ser aceptada como un paso más en el ciclo natural de la vida y no
necesariamente como un episodio triste. «El mejor homenaje que podemos ofrecer
a los que ya no están con nosotros es vivir la vida de forma constructiva, ser
conscientes de que nacemos solos y morimos solos. ¿Por qué no sentir que cada
ser humano es nuestro familiar, que cada casa es nuestro hogar?».
Los investigadores que han estado analizando las emociones de Ricard
creen que los resultados podrían servir para paliar enfermedades como la
depresión y llevar a la gente a entrenar una mente saludable de la misma forma
que hoy se acude al gimnasio a mejorar la forma física. Más aún, si como
sugiere Ricard, una de las claves de la satisfacción personal es el control y
la supresión de instintos negativos como el odio, y si existe una forma de
limitarlos, estaríamos ante la posibilidad de mejorar la condición humana y
enmendar sus peores defectos.
Por supuesto son muchos los que apuntan a la inocencia y la sobredosis de
utopía que supone pensar en una aldea global en la que todo el mundo perdona a
los demás y nadie se enfada con nadie, un mundo basado en las buenas maneras y
sentimientos, sin guerras ni luchas de poder. El monje francés responde a
quienes dudan con la pregunta que mejor define su visión de la vida: «¿Acaso
quieres vivir una vida en la que tu felicidad dependa de otras personas?».
Matthieu Ricard no quiere. Por eso en lugar de una casa en la playa ha
elegido una vida contemplativa en el monasterio nepalí de Shechen; por eso ha
regalado los millones de euros procedentes de sus libros (se han vendido
millones de copias en todo el mundo y han sido traducidos a una decena de
lenguas); y quizá por eso ha evitado los conflictos propios de la vida
matrimonial. El «hombre más feliz del mundo» no sugiere que todo el mundo haga
lo mismo para encontrar la dicha. Sólo que aprendamos que la deseada casa de la
playa, los millones en el banco o esa pareja tan atractiva tampoco nos
conducirán a ella. Aprender a contentarnos con lo que tenemos quizá sí.
Vejez: Cuando la agudeza mental y la acción disminuyen, es tiempo de
experimentar y manifestar cariño, afecto, amor y comprensión.
Muerte: Forma parte de la vida, rebelarse es ir contra la propia naturaleza de
la existencia. Sólo hay un camino: aceptarla.
Soledad :existe una manera de no sentirse abandonado: percibir a todos los
hombres como parte de nuestra familia.
Alegría: Está dentro de cada uno de nosotros. Sólo hay que mirar en nuestro
interior, encontrarla y transmitirla.
Identidad: No es la imagen que tenemos de nosotros mismos, ni la que proyectamos.
Es nuestra naturaleza más profunda, ésa que nos hace ser buenos y cariñosos con
quienes nos rodean.
Conflictos de pareja minimizarlos: Es muy difícil pelearse con alguien que no busca la
confrontación.
Familia: Requiere el esfuerzo constante de cada uno de sus miembros, ser
generoso y reducir nuestro nivel de exigencia.
Deterioro físico: Hay que aprender a valorarlo positivamente. Verlo como el principio de
una nueva vida y no el principio del fin.
Relaciones sociales: Es más fácil estar de buen humor que discutir y enfadarse. Lo ideal es
seguir siendo como somos y utilizar siempre que podamos la franqueza y la
amabilidad.
Felicidad: Si la buscamos en el sitio equivocado, estaremos convencidos de que no
existe cuando no la encontremos allí.
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