El que sigue es el
interesante paso del Principito por algunos de los elementos más extraños de la
naturaleza humana. En literatura existen pocos libros que gocen de tanto
amor por parte de sus lectores como El principito.
Quizá incluso
cabría decir que, bajo ese criterio, el relato de Antoine de Saint-Exupéry es
único en su especie.
Si realizamos un
breve repaso mental de las grandes obras literarias e incluso si, con más
tiempo disponible, hiciéramos un análisis exhaustivo, es posible que no
encontremos otro libro que haya cautivado de tal manera a lectores que al menos
en un primer momento podrían considerarse tan disímiles por su idioma, su
época, su geografía e incluso su habilidad lectora: a pesar de estas
circunstancias, El principito se ha fijado indeleblemente en el gusto colectivo
como un libro entrañable, querido.
¿A qué se debe esto? Una
respuesta, me parece, puede ser sencilla. La historia de Saint-Exupéry es
emotiva y fácil de comprender y al mismo tiempo es profunda y significativa,
una combinación delicada y difícil de conseguir pero que, cuando se presenta,
conmueve a una persona en lo más hondo y también en lo más evidente de su vida.
En una entrevista publicada hace tiempo, Javier Marías habló sobre una posible
definición de literatura y cuál sería su función principal como medio de
conocimiento de lo humano:
Con esos autores
que ven, que se atreven a mirar las cosas como son –pienso en Shakespeare, en
Conrad, en Proust, uno a menudo tiene una fuerte sensación de verdad
precisamente porque reconoce lo que dicen. Uno dice: “Sí, esto es así, es
verdad”. Y no te están haciendo una revelación, no estás accediendo a un
conocimiento nuevo. Estás viendo algo que sabías pero que no sabías que sabías.
Lo reconoces porque lo has vivido, y a veces son cosas no muy gratas. Proust es
quizás uno de los autores más crueles de la historia de la literatura. Cruel en
el sentido de que rara vez se engaña: nos dice cosas muy duras, pero quien
acepte meterse en esa verdad dirá: “Sí. Así es”. Faulkner comparó la literatura
con la cerilla que uno enciende en medio de un campo oscuro, y esa cerilla no
sirve para iluminar nada, sino simplemente para ver mejor la enorme cantidad de
oscuridad que hay alrededor. Eso es lo que hace la literatura, ¿no? Y es
suficiente.
El principito se
encuentra sin duda en esa misma idea de literatura, aunque, es cierto, sin la
abigarrada complejidad narrativa que tienen los autores citados por Marías, lo
cual no tiene que considerarse valorativamente, sino sólo como una
característica literaria. Algunos, como Proust, necesitan un armazón mucho más
elaborado para poder enunciar una verdad, pero también están los otros como
Saint-Exupéry que con apenas unas pocas líneas son capaces de decir lo mismo o
algo equivalente en el campo de las emociones, las relaciones humanas o el
sentido de la vida, y esa, pienso, es la clave de la buena recepción de El
principito por parte de casi cualquier lector.
Si esto es cierto,
¿qué nos enseña, entonces, El principito? ¿Cuál es la verdad que, usando la
fórmula de Marías, tal vez ya sabemos pero quizá necesitamos que alguien más
nos la devele para reconocerla?
A este respecto,
quizá no sea del todo una casualidad o una elección fortuita que, dentro de la
estructura narrativa del relato, específicamente en su parte medular, se cuente
el viaje que el Principito emprende por los asteroides o planetas cercanos al
suyo, entre los cuales se encuentra la Tierra. Como sabemos, el viaje es uno de
los motivos más simbólicos de la literatura y, cabría decir, de la vida misma.
De la Odisea a On The Road y pasando por la Comedia de Dante, de aquel que
efectivamente se hace al que sólo es espiritual y sedentario, viajar supone un
movimiento que a veces no tenemos en nuestra rutina cotidiana y que, por esto
mismo, es capaz de desplazar elementos de nuestra subjetividad, mostrarnos
cosas que ignorábamos y que al entrar en nuestro horizonte pueden cambiarlo,
sea ampliándolos o mostrándonos toda una nueva forma de ver las cosas. Viajamos
porque buscamos algo, o lo queremos, o lo deseamos, algo que nos falta y que
conseguiremos únicamente si nos movemos del lugar donde estamos. “El viaje es
apenas un movimiento de la imaginación. El viaje es reconocer, reconocerse, es
la pérdida de la niñez y la admisión de la madurez”, dijo alguna vez Lezama
Lima.
En el caso del
Principito, su viaje comienza por cierto desencanto mal disimulado de
distracción, un desengaño amoroso que lo lleva a visitar los asteroides más
cercanos al suyo “para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo”.
Narrativamente, el pretexto sirve a Saint-Exupéry para estructurar la historia
a manera de episodios más o menos hilados pero también, en cierta forma,
autónomos (un poco como sucede en Alicia en el País de las Maravillas) y,
además, cada uno presentado como una especie de fábula que al final tiene una
enseñanza para el protagonista, menos una moraleja que un elemento de
aprendizaje sobre la naturaleza humana, que al Principito le parece tan
incomprensible, sobre todo cuando se trata de adultos. Veamos, entonces, cuáles
podrían ser esos aprendizajes.
El planeta del rey
Este primer punto
del itinerario es quizá uno de los menos interesantes pero al menos tiene un
notable sentido irónico. El primer asteroide que visita el Principito está
habitado por un rey, y nada más, lo cual es paradójico, pues la obediencia
supone al menos dos personas: quien manda y quien acata el mandato. ¿Pero qué
pasa si un día nos damos cuenta de que el fundamento de dicho poder podría ser
absurdo? ¿Qué pasa si, como el Principito, un día simplemente decidimos darle
la espalda a la lógica del Amo?
El planeta del vanidoso
En el ensayo
“Melancolía” del libro La agonía del Eros, Byung-Chul Han expone una aguda
distinción entre narcisismo y un fenómeno singular de nuestra época en que el
Otro cada vez se diluye más para las subjetividades contemporáneas, a las que
se habitúa a igualar todo hacia el sí mismo:
Vivimos en una
sociedad que se hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo
en la propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto
del amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de
sí mismo. En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus
límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le
presenta sólo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en
su alteridad y de reconocerlo en esta alteridad. Sólo hay significaciones allí
donde él se reconoce a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como
una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo.
Sin abundar más
sobre esta lectura, no deja de ser elocuente que el Vanidoso también esté solo
en su planeta, y que el Principito no encuentre nada en él que lo llame para
quedarse a hacerle compañía.
El planeta del bebedor
En Pasado en claro,
Octavio Paz recuerda a su padre con esta imagen:
Del vómito a la
sed, atado al potro del alcohol, Porque la tortura es aún más pesarosa si se
repite indefinidamente, en un ciclo ininterrumpido.
El planeta del hombre de negocios
Las fronteras entre
infancia y vida adulta son claras sólo una vez que las hemos traspasado. El
ejercicio de la sexualidad, la asunción de responsabilidades básicas como el
cuidado de sí y, también, el entendimiento de la noción de dinero. Cuando somos
niños el dinero puede parecernos otro objeto entre los objetos, algo que los
mayores dan a cambio de ciertas cosas pero que, por otro lado, no se ve de
dónde surge ni por qué los adultos lo tienen. Quizá por eso, porque a los niños
les parece tan extraño, se encuentra aquí, entre los planetas que visita el
Principito. También porque es aún más incomprensible que el dinero en sí, que
no es más que un medio, lleve al deseo de posesión, a la acumulación por la
acumulación misma, inútil, encerrada en sí misma.
El planeta del farolero
Este sería
despreciado por los otros, por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el
hombre de negocios. Y, sin embargo, es el único que no me parece ridículo,
quizás porque se ocupa de otra cosa y no de sí mismo.
El planeta del geógrafo
Es un poco triste
hablar de cosas que no se conocen, sobre todo cuando dicha deficiencia obedece
a una prohibición subjetiva. ¿Cómo hablar del mar si nunca se le ha sentido de
cerca? La salinidad en el gusto, la tibia frialdad de sus aguas, el ruido
incesante de su naturaleza. ¿De qué sirve solazarse en el consuelo de las
“cosas eternas” si se descuida eso “efímero” donde se asienta verdaderamente la
vida?
La Tierra
“¡La Tierra
no es un planeta cualquiera!”, así que me permitiré una pequeña trampa que me
permita hablar del único momento narrativo que me importa en esta primera mitad
de El principito, cuando su protagonista arriba a nuestro planeta. Me salto los
encuentros del Principito con la serpiente, la flor, el eco y las rosas para escribir
sobre el episodio con el Zorro, sin duda uno de los más emotivos del libro y,
por ello mismo, quizá también el fragmento más conocido. La conversación entre
el Zorro y el Principito gira en torno a los vínculos, las relaciones que
establecemos con esos otros que son como nosotros en la medida en que también
tienen sentimientos, expectativas, deseos, ideas propias sobre el mundo y más.
Con sutileza, Saint-Exupéry traza una de las descripciones más simples y al
mismo tiempo hermosas de aquello que está implicado en una relación: el
reconocimiento del otro como alguien distinto a quienes somos, el lugar único
que puede llegar a ocupar en nuestra propia existencia y, quizá por encima de
todo, la responsabilidad que tenemos sobre dichos lazos, el cuidado que nos
merecen por el placer que nos prodigan, el único auténtico que se encuentra por
la vía del otro, en el tiempo que “perdemos” con los demás, encontrando de su
mano la vida en el mundo y esas cosas invisibles a los ojos que, al final, son
las que de verdad importan.
fuente:@saturnesco
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