Lo que me pasa es que
no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo
siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo
un poco.
No hace tanto, con mi
mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a
otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los
volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus
propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales.
¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!
Si, ya lo sé. A
nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy
desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el pañuelo
de tela del bolsillo. Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún
momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más
probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no
consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses
o el monitor de la computadora todas las navidades.
Es que vengo de un
tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida. Es más ¡Se compraban
para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared,
juegos de copas, vajillas y hasta palanganas.
El otro día leí que
se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la
humanidad. Tiramos absolutamente todo. Ya no hay zapatero que remiende un
zapatero, ni colchonero que sacuda un colchón y lo deje como nuevo, ni
afiladores por la calle para los cuchillos. De “por ahí” vengo yo, de cuando
todo eso existía y nada se tiraba. Y no es que haya sido mejor, es que no es
fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el “guarde y guarde que alguna
vez puede servir para algo”, pasarse al “compre y bote que ya se viene el
modelo nuevo”. Hay que cambiar el auto cada tres años porque si no, eres un
arruinado. Aunque el coche esté en buen estado. ¡Y hay que vivir endeudado
eternamente para pagar el nuevo! Pero por Dios.
Mi cabeza no resiste
tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular
una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección
electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el
mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre. Me educaron para
guardar todo. Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver
a servir.
Si, ya lo sé, tuvimos
un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas
no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso a las tradiciones)
guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las
carpetas del jardín de infantes, el primer cabello que le cortaron en la
peluquería… ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su
celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen
fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con
la que se consiguieron?
En casa teníamos un
mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los trapos
de cocina, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo
que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos…
¡¡Guardábamos hasta las tapas de los refrescos!! Los corchos de las
botellas, las llavecitas que traían las latas de sardinas. ¡Y las pilas! Las pilas pasaban del
congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles
calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se
terminara su vida útil en un par de usos.
Las cosas no eran
desechables. Eran guardables. ¡Los diarios! Servían para todo: para hacer plantillas
para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia, para limpiar
vidrios, para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado
leyendo el diario pegado al trozo de carne o desenvolviendo los huevos que
meticulosamente había envuelto en un periódico el tendero del barrio! Y
guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer
adornos de navidad y las páginas de los calendarios para hacer cuadros y los
goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los
fósforos usados porque podíamos reutilizarlos estando encendida otra vela, y
las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos y los
mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a
mano en una sota de espada que decía “éste es un 4 de bastos”.
Los cajones guardaban
pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de metal. Con el tiempo,
aparecía algún pedazo derecho que esperaba a su otra mitad para convertirse
otra vez en una pinza completa. Nos costaba mucho declarar la muerte de
nuestros objetos. Y hoy, sin embargo, deciden “matarlos” apenas aparentan dejar
de servir.
Y cuando nos
vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base las pusimos a vivir
en el estante de los vasos y de las copas. Las latas de duraznos se volvieron
macetas, portalápices y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se
transformaron en adornos de dudosa belleza y los corchos esperaban
pacientemente en un cajón hasta encontrarse con una botella.
Y me muerdo para no
hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. Me
muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que
también el matrimonio y hasta la amistad son descartables. Pero no cometeré la imprudencia
de comparar objetos con personas.
Me muerdo para no
hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va
tirando, del pasado efímero. De la moral que se desecha si de ganar dinero se
trata. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo
perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.
No voy a decir que a
los ancianos se les declara la muerte en cuanto confunden el nombre de dos de
sus nietos, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos en cuanto a uno
de ellos se le cae la barriga, o le sale alguna arruga. Esto sólo es una crónica que habla de pañales
y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que
plantearme seriamente entregar a mi señora como parte de pago de otra con menos
kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo
de la reposición y corro el riesgo de que ella me gane de mano y sea yo el
entregado.
Fuente:EduardoGaleano
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