Quizás en algún momento de nuestra vida sintamos una extraña quietud en el pecho, el tipo de silencio que no nace de la paz, sino de la ausencia de algo, un eco hueco bajo la superficie de todo lo familiar.
El café podrá
saber igual. La luz del sol continuará con su suave dorado habitual al pasar a
través de las cortinas, pero ese día, probablemente, algo habrá cambiado. Será como
despertar dentro de una película que has visto mil veces, dándote cuenta de
repente de que no solo la estás viendo, sino que estás en ella. Y de algún
modo, todos los demás han olvidado que es una película. Las risas, el tráfico,
las conversaciones triviales, todo ensayado, como si la vida misma hubiera
estado funcionando con un guion que nadie recuerda haber escrito.
En ese
momento podemos incluso pensar que se trata de agotamiento, demasiadas noches
en vela, demasiado ruido. Pero la sensación no desaparece sino que se hace
incluso más profunda. Entonces comenzamos a notar cómo la gente habla en bucles.
Cómo las conversaciones se repiten como ecos. Notamos cómo también nosotros interpretamos
nuestro papel: asintiendo, aceptando, fingiendo. Y entonces, en algún lugar en
lo más profundo de nuestro interior, una pequeña pregunta comienza a surgir:
¿Quién me está interpretando?
Si en ese
momento comenzamos a repasar recuerdos en nuestra mente, los sueños de nuestra
infancia, las rebeldías de nuestra adolescencia, las ambiciones adultas, todos
se sentirán como disfraces que nos pusimos para actuar en una larga obra. El
buen hijo, el estudiante, el amante, el trabajador; máscaras que sonreían
cuando era necesario y fruncían el ceño a la hora indicada. Cada papel tenía
reglas, y cada regla venía con aplausos al cumplirse y castigos al romperse.
Sin embargo, detrás de cada actuación se hallaba un silencio, un observador,
una tranquila consciencia que no estaba actuando en absoluto.
Y cuanto
más se observa, más inquietante se vuelve. El mundo que nos rodea es como un
gran escenario. Las oficinas, las escuelas, las familias, las creencias, todos
intrincados decorados construidos para sostener la ilusión de significado. Y
cada actor cree que su papel es real. Incluso, si observamos con intención todo
lo que nos rodea, las personas en la calle, los coches formando largas colas en
un tráfico insostenible y los rostros de cada individuo, nos damos cuenta de
que nada de eso se conoce verdaderamente a sí mismo. La ciudad respira, sí,
pero inconscientemente, y nosotros respiramos con ella, fingiendo estar vivo,
mientras algo en nuestro interior nos susurra: "Llevas años muerto".
Ese
susurro no es algo morboso, sino que es un despertar, porque en ese instante, uno
llega a comprender que lo que ha muerto no es ni nuestro cuerpo ni nuestra
mente, sino el falso yo que confundimos con nosotros mismos. El yo construido
sobre opiniones, posesiones y planes. El que busca aprobación y evita el dolor,
y a eso lo llamamos vivir. Somos fantasmas hechos de recuerdos, perseguidos por
la idea de control. Y cuando finalmente se agrieta, la luz se precipita, no
desde fuera, sino desde dentro. No hay truenos ni relámpagos, ni una revelación
gritada desde el cielo, solo una claridad suave y devastadora, como darse
cuenta de que el sueño nunca había estado separado del soñador. Cada preocupación,
cada deseo, cada fracaso, todo formaba parte de la misma obra de teatro.
Y aun con
esta comprensión, podemos tener un extraño pesar, porque despertar es perder
algo precioso: es perder la comodidad de la certeza. Al principio uno se siente
muy solo. No se puede dejar de ver lo que siempre hemos visto. El mundo
continúa. La gente ríe, trabaja, se queja, y el despierto comienza a flotar
entre realidades. Es como si el yo antiguo hubiera muerto, pero nadie asistiera
al funeral. ¿Cómo le explicas a alguien que te has dado cuenta de que la vida
es una máscara y que acabas de tocar el rostro que hay debajo? No puedes. Así
que sonríes, sigues el juego, hablas del clima, sabiendo que todo es parte de
la danza.
Y aun así,
bajo esa inmensa soledad hay belleza, una especie de peso sagrado en todo. Cada
árbol, cada extraño, cada sonido pasajero parece estar vivo de una manera que
nunca antes habíamos notado. Es como si el mundo hubiera renacido. O tal vez, finalmente,
hemos empezado a verlo tal como es. El sueño no se ha ido a ninguna parte, simplemente,
hemos recordado que era un sueño. Y en ese recuerdo, la línea entre ilusión y
verdad se disuelve.
Entonces uno
comienza a reír más, llorar más, sintiéndolo todo con mayor profundidad. Los
momentos más pequeños —la luz del sol a través de una ventana, el zumbido del
refrigerador, la risa de un niño en la calle— se vuelven sagrados. No porque
signifiquen algo, sino porque simplemente son. La necesidad de definir, de
entender, de etiquetarlo todo se acaba desvaneciendo y, en su lugar, llega una
silenciosa aceptación de que quizás la vida no está destinada a ser resuelta.
Quizás está destinada a ser vista.
Aun así, puede
haber noches en las que se eche de menos la vieja ignorancia, la comodidad de
pensar que uno era alguien importante en una historia trascendente. Pero cada
vez que se intenta volver, uno constata que no posible. Cuando el telón se levanta,
el actor no puede olvidar que está en el escenario. Esa es la paradoja del
despertar. Te libera y te aísla al mismo tiempo.
El yo es
una ilusión, una historia que el universo se cuenta a sí mismo. Y nosotros
somos el universo fingiendo ser personas, un como el juego cósmico del
escondite. En el momento en que nos damos cuenta, el buscador desaparece y solo
queda la búsqueda. Pero el despertar no es un final, es un comienzo tranquilo.
Y en el momento en que dejas de intentar despertar porque ves que nunca estuviste
dormido, las máscaras caen, pero la obra continúa. Sigues actuando, pero ahora lo
haces con consciencia. Lloras, ríes, tropiezas y amas, no porque debas, sino
porque es hermoso jugar.
Despertar
es morir antes de morir. Enterrar al falso yo y alzarse como pura visión. Es la
muerte suave que revela la vida eterna. El mundo no cambia pero tu forma de
estar en él sí lo hace. Te mueves por las mismas calles, escuchas las mismas
canciones, dices las mismas palabras, pero todo resplandece con una nueva y
extraña luz. Empiezas a comprender que la obra, el sueño, la ilusión, nunca
fueron una trampa, sino el escenario donde la verdad podía bailar.
El despertar
no es escapar del mundo, sino descubrir que el mundo mismo es un teatro
sagrado. Y tú, el observador detrás de la máscara, siempre fuiste libre. Y a
medida que esa realización se profundiza, algo dentro de ti sonríe. No por
orgullo, no por conocimiento, sino por paz. Porque ahora lo ves con claridad.
Nunca fuiste solo el actor, ni el papel, ni el guion, fuiste el silencio antes
de que se pronunciara la primera línea. La consciencia que observa el
desarrollo de la historia, sabiendo que nunca estuvo separada del narrador.
El
despertar no termina con fuegos artificiales, sino con un suspiro, una
aceptación suave y atemporal de que la vida nunca se trató de encontrar un
significado, sino de ver que tú eras el significado todo el tiempo.
Cuando se
levanta el primer velo, es imposible no mirar alrededor y preguntarse cómo la
ilusión se sostuvo con tanta firmeza. Empiezas a ver los hilos, acuerdos
invisibles que tejen la tela de lo que llamamos realidad. Es asombroso ver cuánto
de la vida está hecho no de verdad, sino de creencia compartida. Asentimos al
reloj y lo llamamos tiempo. Entregamos un pedazo de papel colorido y lo
llamamos dinero. Recopilamos historias, títulos, números y afirmamos que
definen quiénes somos.
Pero
cuando empiezas a ver a través de ello, te das cuenta de que todo lo que
veneramos, todo lo que perseguimos, se basa en un consenso, un sueño mantenido
por la comodidad del acuerdo. Empiezas a notar cómo el lenguaje mismo moldea la
jaula. Palabras como éxito, fracaso, normal, loco, se convierten en cercas
invisibles que guían el movimiento humano. La gente vive vidas enteras dentro
de estos límites, sin preguntar quién los construyó. Y no es porque estén
ciegos, sino porque el sueño colectivo se siente más seguro que lo desconocido.
Hay una
especie de gravedad en la ilusión, una fuerza que te arrastra de nuevo al ritmo
familiar de cómo se supone que deben ser las cosas. Vamos a trabajar, ganamos,
consumimos, descansamos, repetimos. Y cada repetición profundiza el trance.
Incluso
las instituciones, esos pilares de la civilización —escuelas, gobiernos,
religiones—, son intrincados espejos que reflejan nuestro miedo compartido a la
incertidumbre. Nos enseñan qué creer, cómo comportarnos, qué desear. Prometen
significado, pero solo si seguimos el guion. Recuerdo estar sentada en un aula
de niña, memorizando hechos que no sentía, repitiendo verdades que no había
comprobado. No estaba aprendiendo, estaba descargando una identidad.
Seguro que
alguno de vosotros ha tenido esa misma sensación, incluso de adultos,
trabajando bajo luz de un fluorescente, podéis haber sentido ese mismo
entumecimiento silencioso, el cuerpo presente, el alma dormida. Todos a nuestro
alrededor sonriendo cortésmente, interpretando sus roles, alcanzando sus
objetivos y volviendo a casa. Es un acuerdo silencioso: No cuestiones el sueño o
perturbarás a los durmientes.
Pero el
despertar no permite descansar. Una vez que has vislumbrado el andamiaje de la
ilusión, no puedes dejar de verlo. Empiezas a hacer preguntas peligrosas: ¿Qué
es realmente el dinero? ¿Qué es la propiedad? ¿Qué es el Yo? Y cada vez que
profundizas, otro cimiento se desmorona. La sociedad que una vez pareció sólida
comienza a temblar. No es que el mundo desaparezca, es que su peso se
desvanece.
Te das
cuenta de que todo lo que llamamos real depende de la creencia. Una bandera es
solo tela hasta que una nación acuerda que es sagrada. Un título es solo papel
hasta que la sociedad acuerda que significa inteligencia. Incluso la moralidad
cambia con el contexto. Lo que es bueno en una cultura es malo en otra.
Entonces, ¿qué es la verdad?
Debajo de
las capas de invención humana, encuentras solo la experiencia: cruda,
inmediata, sin palabras. Es el zumbido de estar vivo antes de que el pensamiento
lo divida entre yo y el mundo.
Al
principio, esta revelación es emocionante. Te sientes poderoso, como si
hubieras descubierto un código secreto bajo la existencia. Caminas por las
ciudades y no ves edificios, sino ideas, pensamientos congelados convertidos en
materia. Observas a la gente discutir y te das cuenta de que están defendiendo
sueños. Ves anuncios que susurran promesas de plenitud que nunca existieron.
Todo se vuelve transparente.
Pero llega
un momento en que la emoción se desvanece, siendo reemplazada por un dolor
tranquilo. Porque una vez que ves que gran parte de lo que vive la gente es
ilusión, la compasión comienza a arder en tu pecho y entonces comprendes por
qué se aferran a esas vidas sin vida. Sin sus historias, ¿de qué otra manera
podrían soportar la inmensidad de lo desconocido? Hay un antiguo consuelo en
fingir. La ilusión da forma a lo informe. Nos dice quiénes somos, a dónde
pertenecemos, qué viene después. Cuestionarla es permanecer desnudo ante el
infinito. Y la mayoría de los corazones no están listos para ese viento frío.
Así que
construimos casas de pensamiento y las llamamos verdad. Construimos identidades
y las llamamos yo. Construimos sociedades y las llamamos civilización. Y, sin
embargo, por debajo, algo antiguo todavía respira, el conocimiento imperturbable
de que nada de eso puede sostenerse para siempre.
La
realidad no está construida sobre piedra, sino sobre historia. Cada creencia,
cada tradición, cada valor, son un hilo en la gran red del acuerdo. Y el
acuerdo, aunque poderoso, es frágil. Si suficientes personas dejan de creer,
mundos enteros se desvanecerán. Los reinos se desmoronarán, las religiones se
disolverán y las monedas fallarán. La historia misma es la historia de sueños
cambiantes. Los faraones creían en dioses del sol y del cielo. Hoy, creemos en
dioses de los datos y el progreso. Pero la creencia permanece. Creencia pintada
con nuevos colores y cantada en nuevas lenguas.
Empiezas a
notar cómo esta ilusión se mantiene a través de la repetición, la recompensa y
el miedo. El sistema elogia a quienes se conforman y castiga a quienes no lo
hacen. Los medios venden comodidad, no verdad. Las escuelas producen
obediencia, no sabiduría. Incluso la espiritualidad se convierte en un mercado,
la iluminación empaquetada para mayor conveniencia. Todo vuelve al mismo ciclo.
Mantener a la gente dormida, pero productiva; soñando, pero útil. Es una obra
maestra de diseño, un sueño auto-sostenible donde los soñadores se vigilan a sí
mismos.
Y, sin
embargo, no existe un villano. No hay una fuerza oscura manejando los hilos. La
ilusión no es impuesta sino co-creada. Todos la construimos porque todos la
necesitamos, hasta que dejamos de necesitarla. El despertar no es una rebelión
contra el sistema. Es comprender que tú eres el sistema y que siempre lo
fuiste. La misma consciencia que cuestiona el sueño es la que lo soñó para que
existiera. Cuando captas eso, la culpa desaparece y en su lugar crece el
asombro.
Aun así,
hay una tensión que no desaparece. Una parte de ti anhela volver a dormir,
olvidar lo que has visto. Extrañas la simplicidad de la creencia, el consuelo
de la certeza. El mundo era más fácil cuando pensabas que era real. Pero algo
en ti se niega a cerrar los ojos de nuevo. No puedes volver. Puedes seguir el
juego, sí: trabajar, reír, planificar, amar, pero el saber nunca se va. Estás
despierto dentro del sueño, consciente de su belleza y su fragilidad. Y ahí es
donde nace el coraje: no en conquistar la ilusión, sino en vivir dentro de ella
conscientemente.
Ver a
través de la máscara y aun así elegir la amabilidad. Saber que todo es transitorio
y aun así amar profundamente. Comprender que el significado es inventado y aun
así crearlo con alegría. Esa es la valentía tranquila del despertar: permanecer
presente en un mundo construido para distraer.
Algunos
días este vivir se siente pesado. Te mueves entre personas que son ajenas a
esta consciencia y las envidias. Desearías cambiar la aguda claridad por el
suave olvido. Pero luego recuerdas que cada alma despierta a su debido tiempo.
Los durmientes no son inferiores, solo están soñando el sueño necesario. Sin
los durmientes, no habría mundo en el que despertar.
Así que
continúas, mitad dentro, mitad fuera, caminando a través del espejismo con los
ojos abiertos. La ilusión se convierte en menos enemigo y más maestro. Cada
mentira señala la verdad que oculta. Cada distracción revela el silencio
subyacente. Cada rostro que encuentras se convierte en un reflejo de tu propio
yo olvidado. Empiezas a ver no ilusiones para destruir, sino historias para
amar. Porque incluso el sueño, cuando se ve con claridad, es sagrado.
Y a medida
que profundizas en esta visión, comienzas a sentir que el universo mismo está
soñando. Galaxias, átomos, mentes, todos son destellos en la imaginación
cósmica. La danza de la forma y el vacío, deviniendo sin cesar. Llamarlo real o
irreal no tiene sentido. Es ambos y ninguno. Una paradoja divina que solo puede
ser vivida, no entendida. Despertar, entonces, no es destruir la ilusión, sino
honrarla. Ver a través del velo y aun así inclinarse ante su belleza.
Comprender que el sueño es la forma en que el infinito se conoce a sí mismo: a
través de la risa, a través del dolor, a través de ti. Y cuando aceptas eso, el
miedo se disuelve. Ya no necesitas que el mundo tenga sentido porque tú eres el
sentido mismo. La ilusión se convierte en arte, y tú, el artista y el
observador, todo a la vez.
Ese es el
coraje del despierto: quedarse, ver, sentir y amar, incluso cuando nada es
sólido. Ser el punto inmóvil en un mundo que gira, el testigo silencioso en una
tormenta de historias. Porque incluso si el sueño está hecho de humo, lo que
brilla a través de él —la consciencia— es eterna. Y vivir desde ese
conocimiento es ser libre incluso mientras se juega el juego.
Hay una
extraña soledad que viene con ver con claridad. No la soledad de estar sin
gente, sino de ser incapaz de volver a lo que una vez se sintió real. Caminas
por las mismas calles, escuchas las mismas conversaciones, pero algo en ti ya
no encaja. No puedes dejar de ver la obra. Observas a los actores recitar sus
líneas —las ambiciones, las discusiones, las promesas— y los amas
profundamente, pero sabes que todavía están soñando. Quieres decírselo, agitarlos
para que despierten, decirles: "¿No lo ves?" Pero también sabes que
el despertar no se puede dar. Solo florece cuando el terreno de un alma está
listo.
Esta es la
paradoja del vidente. El que ve más allá de la ilusión debe aprender a vivir
dentro de ella en silencio, con suavidad. Comienzas a comprender que la
libertad puede sentirse como el exilio. Es hermoso, sí, pero te aísla. Las
conversaciones que antes te iluminaban ahora son superficiales, sus
significados demasiado ligeros para contener la profundidad que has
vislumbrado. Sonríes y asientes, no por arrogancia, sino por compasión, porque
recuerdas cómo era estar dormido y cómo el sueño se sentía tan sólido, tan
necesario.
A veces,
el orgullo se cuela sin ser invitado y entonces, una voz tranquila te susurra:
"Tú ves lo que ellos no. Estás despierto." Esa es una trampa
seductora, superioridad espiritual disfrazada de sabiduría. Pero el despertar
no te hace especial sino que te hace simple. Cuanto más ves, menos hay de qué
presumir. Te das cuenta de que incluso la sensación de estar iluminado es otra
máscara, otro papel en el juego cósmico. La humildad se convierte en tu único
refugio. Porque, en realidad, nadie despierta. La vida se despierta a través de
ti.
También
existe la trampa del desapego, confundir la claridad con la frialdad. Cuando
despiertas por primera vez, el instinto es retirarse, alejarse del ruido del
mundo. Quieres silencio, soledad, quietud. Pero demasiada distancia y el mundo
se desvanece en la abstracción. Dejas de sentir su pulso. Y sin sentir, la
consciencia se vuelve hueca. La gran paradoja es que el despertar te llama no a
alejarte de la vida, sino a profundizar en ella.
Empiezas a
ver que la compasión no es una emoción, sino una forma de ver, es reconocerte a
ti mismo en todo. Es entonces cuando la empatía comienza a cambiar. Ya no ayudas
a las personas porque debes, sino porque tú eres ellas. Su sufrimiento es tuyo.
Su alegría te atraviesa sin dejar huella. Y, sin embargo, ya no te ahogas en su
dolor. Lo sostienes con ternura sabiendo que también es parte de la obra.
Puedes mirar a los ojos de otro y ver la misma consciencia escondida detrás de
su miedo. Es una especie de comunión silenciosa, más allá de las palabras, más
allá de los roles.
La
comunicación misma cambia. Empiezas a hablar menos y a escuchar más. El
silencio se convierte, no en vacío, sino en plenitud, un espacio sagrado donde
la verdad respira. A veces te sientas con alguien, casi no dices nada y, sin
embargo, ambos sentís algo ancestral moviéndose bajo la superficie. La vieja
necesidad de convencer, de demostrar, de enseñar, se disuelve. Porque, ¿qué
puedes enseñar sobre algo que solo se puede ver?
Dejas de
predicar el despertar y empiezas a vivirlo: a través de la paciencia, a través
de la risa, a través de cómo lavas los platos u observas la lluvia. Y a veces,
en momentos raros y preciosos, conoces a otros que también ven. Los reconoces
al instante, no por las palabras, sino por su presencia. Hay una luz en su
mirada, una suavidad en su ser. No necesitas explicar nada. El silencio entre
vosotros lo dice todo. Se siente como recordar una vieja canción que ambos
conocíais de memoria. Compartís historias, reís ante lo absurdo y cósmico de
todo, quizás incluso lloráis ante la belleza de estar despiertos juntos en un
mundo que todavía sueña. Esos momentos son gracia, fugaces, pero suficientes
para recordarte que no estás solo.
Y lentamente,
empiezas a ablandarte. La soledad se convierte en amplitud. El desapego se
convierte en paz. Te das cuenta de que ver a través de la ilusión no significa
rechazarla. Significa abrazarla plenamente, sabiendo que es un sueño, y aun así
eligiendo amarlo. Vuelves a encontrar alegría en las cosas pequeñas. El ritmo
de la respiración, el sonido de un pájaro al amanecer, el calor del sol en tu
rostro. Estos momentos ordinarios se vuelven sagrados.
La mente
despierta, cuando es humilde, se vuelve juguetona. Deja de tomarse tan en
serio. Empiezas a reírte de tus viejas luchas, de tu interminable búsqueda de
significado. Ves cómo cada error fue parte de la danza, cómo cada caída fue un
paso hacia la libertad. Ríes porque finalmente comprendes que el universo tiene
sentido del humor. El viaje nunca se trató de alcanzar la iluminación. Se trató
de recordar que nunca estuviste separado de ella.
Y con esa
risa viene el amor: vasto, incondicional, radiante. Un amor que no necesita
objetos ni razones. Fluye a través de ti como la luz a través del cristal. Lo
ves en extraños, en sombras, incluso en el sufrimiento. No arregla el mundo
sino que transforma tu forma de estar en él. Ahora te mueves con gentileza porque
sabes que todo lo que tocas está hecho de la misma consciencia que te respira.
Esa es la paradoja de aquel que ve: ser libre pero estar profundamente
conectado, desapegado pero desbordante de amor, solo pero uno con todo lo que
existe. Llevas el peso de la claridad, pero ya no se siente pesado. Es una
dulce carga, la comprensión de que la vida es a la vez real e irreal, sagrada y
lúdica.
Ya no
buscas escapar porque no hay a dónde escapar. El sueño es divino y tú eres su
testigo, su bailarín, su eco. Y en las horas tranquilas, cuando la mente se
aquieta y el corazón se abre, sientes algo más allá incluso de la comprensión,
una presencia vasta, atemporal y tierna. Te das cuenta de que el despertar
nunca fue un destino, sino un retorno. No una escalada hacia el cielo, sino un
regreso a la plenitud. Ya no estás viendo la vida. Eres la vida despierta a sí
misma, respirando a través de mil formas.
Con el
tiempo, el despertar deja de sentirse como un terremoto y empieza a sentirse
como el amanecer. El caos se suaviza. La intensidad se disuelve en algo más
tranquilo, más fundamentado, más humano. Empiezas a ver que la iluminación
nunca se trató de escapar de la vida, sino de estar completamente presente en
ella. Dejas de intentar trascender la ilusión y empiezas a bailar dentro de
ella. El mundo, que antes era un escenario que querías abandonar, se convierte
en un jardín desordenado e impredecible, pero asombrosamente vivo.
Hay un
momento en el que te das cuenta de que el despertar no es el final del viaje, es
el retorno. El retorno a la simplicidad, a la risa, a los momentos ordinarios
que brillan con una gracia oculta. Encuentras la paz no en templos o
enseñanzas, sino en actos pequeños: preparando té, tomando la mano de alguien,
escuchando sin querer arreglar. Empiezas a ver lo divino no como algo distante,
sino como el pulso tranquilo dentro de todo. El viento moviéndose entre los
árboles. La risa de un extraño. El dolor en tu propio corazón. Todo es vida
expresándose perfecta e incesantemente.
Comprendes
ahora que la ilusión nunca fue el enemigo, fue el lienzo. El sueño fue la forma
en que la verdad eligió jugar. Los grandes pensadores y místicos de todas las
épocas intentaron decirnos esto, no a través de reglas, sino a través de su
forma de vivir. Cortaban leña, llevaban agua, sonreían ante la sencillez del ser.
No predicaban el despertar sino que lo encarnaban. Y esa es la verdadera
transformación.
Cuando la
sabiduría deja de ser una idea y se convierte en la forma en que caminas,
respiras y amas, dejas de buscar un propósito en los grandes gestos. Lo
encuentras en la amabilidad, en la paciencia, en la presencia. Te das cuenta de
que la consciencia no se trata de desapego sino de intimidad: de estar tan
plenamente vivo que incluso el momento más pequeño se siente sagrado. Cada
mirada, cada respiración, cada silencio se convierten en una oración.
Empiezas a
vivir como si cada instante fuera tu maestro, cada persona un reflejo, cada
emoción una puerta hacia la comprensión. La vida deja de ser algo que te sucede
a ti y se convierte en algo que sucede a través de ti. Y hay una humildad que
viene con esto. Ya no necesitas anunciar que estás despierto o eres especial o
iluminado, simplemente vives. Dejas que tus acciones hablen el lenguaje tranquilo
de la consciencia. Cuando alguien está enojado, escuchas. Cuando alguien está
perdido, te mantienes amable. Ya no intentas cambiar a las personas. Te
conviertes en el espejo que suavemente les muestra su propia luz. Las amas tal
como son, incluso cuando aún no pueden ver lo que tú ves. Ese amor es tu
ofrenda.
Dejas de
huir del dolor. Dejas de perseguir la alegría. Dejas que ambas vengan y se
vayan como olas contra una orilla. Hay una extraña libertad en permitir que
todo sea exactamente como es. Empiezas a notar que incluso tus defectos, tus
miedos, tus dudas, son parte de la textura divina de la existencia. Dejas de
intentar arreglarte porque ves que quien quería arreglar nunca estuvo roto. La
consciencia no necesita mejora. Solo necesita ser recordada.
La vida se
convierte en tu meditación. La risa de un niño, el sonido de la lluvia, incluso
el murmullo incesante de una calle concurrida, todo te arrastra más
profundamente al presente. Ya no separas lo espiritual de lo ordinario. Ves que
lavar los platos puede ser tan sagrado como la oración. Empiezas a sentir que
el despertar no se trata de escapar del mundo, sino de abrazarlo con los ojos
abiertos y el corazón abierto.
Y quizás
ese es el secreto final. El despertar no se trata de que la luz derrote a la
oscuridad. Se trata de ver que nunca estuvieron separadas. Dejas de luchar contra
la existencia y empiezas a fluir con ella. Incluso el dolor tiene belleza porque
comprendes que es parte de la canción. Te mueves por la vida con suavidad, no
porque seas débil, sino porque has visto lo frágil y sagrado que es todo.
A veces la
gente pregunta: "Entonces, ¿qué haces después del despertar?" Y la
respuesta es simple. Vives, amas, ríes, sigues apareciendo. Sigues
interpretando tu papel, pero ahora con consciencia. Permites que la vida te use
como un instrumento de su propia alegría. Sonríes ante lo absurdo de todo, cómo
el buscador buscó lo que ya era. Ya no necesitas demostrar nada. Simplemente
dejas que el misterio se despliegue momento a momento como música tocándose a
sí misma.
De esta
manera, el despertar deja de ser una verdad pesada y se convierte en una verdad
lúdica. Puedes disfrutar de la ilusión sin quedar atrapado por ella. Puedes
enamorarte sin miedo, soñar sin apego, crear sin anhelo. Lo divino no está en
otro lugar. Se sienta justo aquí, mirando a través de tus ojos, riendo a través
de tu sonrisa, respirando a través de tu pecho. Cada latido dice lo mismo: Nunca
estuviste separado de mí.
Así que
vive despierto, ríe a menudo y ama con intensidad. No huyas del sueño, baila en
él. Deja que tu consciencia brille en silencio, no como un sermón, sino como
una presencia. El mundo no necesita más maestros gritando la verdad. Necesita
más seres viviéndola. Deja que tu quietud hable más fuerte que las palabras. Deja
que tu amabilidad se extienda en silencio, tocando vidas que nunca conocerás.
Así es como el sueño se transforma: no por la fuerza, sino a través del amor
vivido conscientemente.
Y si has
caminado conmigo hasta aquí, quizás tú también lo sientes. Ese tranquilo
reconocimiento moviéndose en tu interior. Ese sutil recuerdo de quién eres
realmente debajo de todo el ruido. Si algo en estas palabras ha resonado, si
sentiste una chispa, una quietud, un saber, entonces esta nunca fue solo mi
historia. Fue tuya todo el tiempo.
Así que
antes de irte, respira profundamente. Siéntelo. Esa presencia detrás de tus
pensamientos, esa quietud observándolo todo: ese eres tú. Siempre has sido tú. Mantente
consciente, sé amable y ama el sueño, porque es y siempre fue parte de la
verdad.

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