Si siempre crees que te falta algo para ser feliz, nunca conseguirás serlo.
Había
una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo sirviente de
rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y
despertaba al rey cantando y tarareando alegres canciones de juglares. Una
sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era
siempre serena y alegre.
Un día
el rey lo mandó llamar.
- Paje,
le dijo, ¿Cuál es el secreto?
- ¿Qué
secreto, Majestad?
- ¿Cuál
es el secreto de tu alegría?
- No
hay ningún secreto, Alteza.
- No me
mientas, paje. He mandado a cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.
- No le
miento, Alteza, no guardo ningún secreto.
- ¿Por
qué estás siempre alegre y feliz? ¿eh? ¿Por qué?
-
Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Alteza me honra permitiéndome
atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que la Corte nos ha
asignado, somos vestidos y alimentados y además su Alteza me premia de vez en
cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos. ¿Cómo no estar feliz?
- Si no
me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar - dijo el rey.
Nadie
puede ser feliz por esas razones que has dado.
- Pero,
Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay
nada que yo esté ocultando.
-
¡Vete, vete antes de que llame al verdugo!
El
sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey estaba
como loco. No consiguió explicarse como el paje estaba feliz viviendo de
prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos.
Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación
de la mañana.
- ¿Por
qué el es feliz?
- Ah,
Majestad, lo que sucede es que el esta fuera del círculo.
-
¿Fuera del círculo?
- Así
es.
- ¿Y
eso es lo que lo hace feliz?
- No
Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.
- A ver
si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.
- Así
es.
- ¿Y
cómo se salió?
-
¡Nunca entró!
- ¿Qué
círculo es ese?
- El
círculo del 99.
-
Verdaderamente, no te entiendo nada.
- La
única manera para que entendieras, seria mostrártelo en los hechos.
-
¿Cómo?
-
Haciendo entrar a tu paje en el círculo.
- Eso
es, obliguémoslo a entrar.
- No,
Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.
-
Entonces habrá que engañarlo.
- No
hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solo.
- ¿Pero
el no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?
- Si se
dará cuenta.
-
Entonces no entrará.
- No lo
podrá evitar.
-
¿Dices que el se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese
ridículo círculo, y de todos modos entrará en el y no podrá salir?
- Tal
cual. Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder
entender la estructura del círculo?.
- Si.
- Bien,
esta noche pasaré a buscarte. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99
monedas de oro, ni una más ni una menos. 99!-
- ¿Que
más? ¿Llevo los guardias por si acaso?
- Nada
más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.
- Hasta
la noche.
Así
fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los
patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje.
Ahí
esperaron el alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el
hombre sabio agarro la bolsa y le pincho un papel que decía:
"Este
tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no cuentes a
nadie como lo encontraste".
Luego
ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a
esconderse. Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de
unas matas lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la
bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, la apretó contra el
pecho, miró hacia todos lados de la puerta, y se volvió a meter a la casa, el
rey y el sabio se arrimaron a la ventana para ver la escena.
El
sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado solo la vela.
Se sentó y vació el contenido sobre la mesa. Sus ojos no podían creer lo que
veían. ¡Era una montaña de monedas de oro!. El que nunca había tocado una de
estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas solo para él.
El paje
las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacia brillar la luz de la vela sobre
ellas. Las juntaba y desparramaba, hacia pilas de monedas.
Así,
jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10 monedas. Una pila de diez, dos
pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis... y mientras sumaba 10, 20,30,
40, 50, 60... hasta que formó la última pila: 9 monedas!!
Su
mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más, luego el piso y
finalmente la bolsa. "No puede ser", pensó. Puso la última pila al
lado de las otras y confirmó que era más baja.
-¡Me
robaron! -gritó. -¡Me robaron, malditos!. Una vez más buscó en la mesa, en el
piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero
no encontró lo que buscaba.
-¡Solo
99! No puede ser, me falta una moneda.
-¡A
nadie se le ocurriría dar solamente noventa y nueve monedas como recompensa!
Sobre
la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que
había 99 monedas de oro ¡Solo 99! Noventa y nueve monedas de oro es mucho
dinero, pensó. Pero me falta una moneda.
Noventa
y nueve no es un número completo - pensaba. -Cien es un número completo, pero
noventa y nueve, no. ¡Necesito la otra moneda!
El rey
y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba
con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se le habían vuelto pequeños
y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que se asomaban los
dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos lados
para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña.
Luego
tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que
ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien?
Todo el
tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta
conseguirla. Después quizás no necesitara trabajar más. Con cien monedas de
oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas de oro un hombre es
rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo. Sacó el cálculo. Si trabajaba
y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años
juntaría lo necesario.
-¡Doce
años es mucho tiempo!, pensó. Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara
trabajo en el pueblo por un tiempo. Y el mismo, después de todo, el terminaba
su tarea en palacio a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y
recibir alguna paga extra por ello.
Saco
las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años
reuniría el dinero. -¡Era demasiado tiempo!. Quizás pudiera llevar al pueblo lo
que quedaba de comidas todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho,
cuanto menos comieran, más comida habría para vender. Vender... Vender.
Estaba
haciendo calor. ¿Para que tanta ropa de invierno? Para que más de un par de
zapatos? Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su
moneda cien.
El rey
y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99.
Durante
los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron
aquella noche. Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando las
puertas, refunfuñando con pocas pulgas.
- ¿Qué
te pasa?- pregunto el rey de buen modo.
- Nada
me pasa, nada me pasa.
-
Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
- Hago
mi trabajo. ¿No? ¿Qué quería su Alteza, que fuera su bufón y su juglar también?
No pasó
mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable
tener un paje que estuviera siempre de mal humor.
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