Existe una sutil incomodidad que se manifiesta en esta época del año. No es lo suficientemente ruidosa como para quejarse, ni tan pesada como para explicarla a los demás, pero ahí está.
Todos a tu alrededor parecen conocer el sentimiento
que les corresponde, hay un ritmo en la estación, un guion emocional compartido
que se repite anualmente: calidez, gratitud, alegría. Las palabras fluyen con
ligereza, impregnando las conversaciones, la música y los rituales como si
pertenecieran a la propia esencia del aire. Y, sin embargo, en tu interior
habita una extraña quietud que no sintoniza con el momento, con ese extraño momento
de la navidad. No es tristeza en el sentido habitual, ni ira contra la
festividad, simplemente permaneces imperturbable. Las canciones resuenan, pero
nada se conmueve en tu pecho; las escenas familiares se despliegan pero las
sientes distantes, como si pertenecieran a una versión ajena de tu propia vida.
Y entonces, casi de inmediato, brota la culpa:
una pregunta silenciosa que no te atreves a formular en voz alta: ¿por qué ya
no siento esto? ¿por qué ya no siento lo mismo de antes? Recuerdas un tiempo en
el que sí lo hacías, o al menos así lo dicta tu memoria. Había entonces una
anticipación, una suavidad, la sensación de que algo trascendente ocurría por
el mero hecho de que el calendario así lo señalaba. En aquel entonces, la
estación parecía sostenerse por su propio peso; te indicaba cuándo detenerte,
cuándo reunirte, cuándo sentirte conectado. Ahora, el mismo calendario regresa,
aparecen las mismas señales, pero nada le sigue. Comienzas a preguntarte si
algo se ha extraviado en tu interior, si la vida te ha desgastado más de lo que
percibes o si te has vuelto más frío de lo que pretendías. Pero, si observas
con detenimiento, el dolor no reside en la falta de sentimiento, sino en la
creencia de que deberías sentir algo específico y en la constatación de que ya no
es así.
Mucho del sufrimiento humano nace de confundir la
representación social con la verdad interna. Se nos enseña no solo cómo
comportarnos, sino qué sentir y cuándo hacerlo. Con el tiempo, aprendemos a
asociar ciertas fechas y rituales con emociones obligatorias. Por ello, cuando
tu mundo interior deja de cooperar con el guion, la primera asunción es que
algo funciona mal en ti. ¿Y si el problema no fuera la ausencia del espíritu
navideño, sino la suposición de que este deba aparecer bajo demanda? Hay algo
profundamente artificial en programar el sentido de las cosas. El sentimiento
auténtico no surge porque se enciendan luces o se repitan villancicos, sino que
aparece cuando algo en tu interior resuena, y esa resonancia no puede ser forzada.
Cuando dejas de sentir ese espíritu, tal vez no
signifique que hayas perdido tu capacidad de calidez, sino que has dejado de
tomarla prestada. Durante mucho tiempo, delegamos nuestra vida interior a la
tradición y a la expectativa colectiva. Permitimos que la estación nos dictara
el sentir y durante un tiempo funcionó, hasta que dejó de hacerlo. Lo que queda
entonces no es amargura, sino una honestidad que incomoda por ser desconocida.
Esa honestidad revela una ilusión profunda: la creencia de que el sentido es
algo que se te entrega, en lugar de algo que encuentras desde dentro.
Este momento, por desorientador que resulte, no
es el fin de la conexión, sino el inicio de una relación distinta con el
significado mismo; una que ya no depende del cronómetro, de los símbolos ni del
consenso ajeno. Al crecer y despertar interiormente, empiezas a notar la
estructura bajo el sentimiento: la coreografía, la repetición. Y una vez que
ves los engranajes, tu sistema deja de responder automáticamente, no por resistencia,
sino por pura consciencia. Los rituales pierden su poder en el instante en que
se confunden con la realidad. Un ritual debe señalar hacia la profundidad, no
reemplazarla.
La neutralidad es profundamente incomprendida; no
es vacío, sino consciencia sin instrucciones. Aparece cuando el viejo programa
emocional ha dejado de ejecutarse pero uno nuevo aún no ha tomado su lugar. El
vacío no siempre es carencia, a veces es un claro en el bosque, un espacio de
descanso. En la naturaleza, el invierno no es un error, los árboles no entran
en pánico porque no florecen, simplemente se aquietan, conservando energía para
aquello que no puede ser apresurado. Solo la mente humana trata la quietud como
un peligro, pues la vida moderna desconfía de las pausas.
Aprender a vivir en esa quietud es un acto de madurez. No se trata de rechazar la estación, sino de negarse a que esta anule tu verdad interior. En esa negativa gentil y sin disculpas, lo que temías como vacío se revela como espacio. Espacio para estar presente, para conectar sin interpretaciones, para dejar que la vida sea exactamente lo que es. No te falta el espíritu navideño; simplemente has dejado de fingir que este era la fuente de lo que verdaderamente estabas buscando. Feliz Navidad para tod@s. Con cariño, Noor Canal Espiritual.

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